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Silencio y gritos después de las elecciones en Estados Unidos.

1.

El día después de que Trump ganó las elecciones, varios amigos publicaron en las redes que en las épocas de presidentes más autoritarios, en Estados Unidos se ha producido el mejor arte. Estoy de acuerdo. Mientras escribo escucho People have the power de Patti Smith y se me pone la piel de gallina. Reconozco que tengo miedo del curso que puedan tomar las cosas. Para no quedarme paralizada, leo poesía, porque es tal vez mi manera más expedita de contactarme con la belleza, que es para mí también una forma de resistencia.


Tengo a mano una antología de mujeres Beatnick que saqué hace días de la biblioteca y me resisto a devolver. Leo una y otra vez esas voces que ya casi no se recuerdan, pero que participaron activamente de un movimiento que cuestionó a fondo el modelo de felicidad yanqui basado en el consumo y el conservadurismo. Apunto en mi cuaderno, como si fueran un recordatorio importante, los versos de Diane Di Prima: hemos sido todos hermanos, hermafroditas como ostras/ concedimos nuestras perlas sin cuidado/ la propiedad no estaba inventada todavía / ni la culpa ni el tiempo.


2.

Llevo a mi hijo al centro médico para un control. Hay bastante gente en la cola. La cosa no avanza porque una mujer pelea en catalán con el funcionario que toma las horas médicas. Exige que la atiendan ese mismo día. La gente se empieza a acumular a sus espaldas. Hasta que una mujer de acento centroamericano la interpela; SEÑORA, ¿NO VE QUE HAY MUCHA GENTE ESPERANDO? Ella instantemente se voltea y grita, ahora en español: SI NO TE CALLAS CON UNA PATADA EN EL COÑO TE VOY A DEVOLVER A TU PAÍS.


Pienso en decirle algo pero me bloqueo. El resto también se queda callado. La centroamericana replica que ya lleva más de veinte minutos y hay niños y ancianos esperando que los atiendan. ¡PUES ME VOY A QUEDAR AQUÍ PARADA UNA HORA MÁS SÓLO PARA FASTIDIARTE NEGRA DE MIERDA! Se la escucha bramar.


Ahora sí hay una reacción, pero es apenas un murmullo. Tomo en brazos a mi hijo. Siento un dolor extraño, un desprecio desconocido hasta entonces. Por mi misma, porque guardo un silencio cobarde y por la señora, que vuelve a gritar, fuera de sus cabales ¡QUIEREN SALUD A COSTA DE MIS IMPUESTOS!

El funcionario por fin la corta en seco y grita ¡QUE PASE EL SIGUIENTE! Entonces ella se da la vuelta de manera teatral, lanza una risa áspera y avanza rompiendo la fila. La gente se abre paso de inmediato, nadie quiere tenerla cerca.


3.

Después de clases vamos a tomar cerveza con una pareja de amigos peruanos. Los tres andábamos en bicicleta, así es que nos fuimos pedaleando hacia el Raval. Al cruzar plaza Cataluña escuchamos un alarido colectivo. Al acercarnos hacia el sonido, que parecía canto tribal, vimos muchos policías rodeando la boca del metro. Y adentro, como en una fosa, a los manteros; vendedores ambulantes, la mayoría africanos, que comercian imitaciones de zapatillas Nike, calzoncillos Calvin Klein, carteras Luis Vuitton y otros fetiches capitalistas. Eran al menos treinta hombres sujetando sus enormes bolsas. Su única arma era el registro que hacían con las cámaras de sus celulares. Los policías por encima de ellos, los vigilaban, blancos, uniformados, llevando escudos, palos, pistolas y también cámaras. Cada movimiento de ambos bandos quedaba registrado. La tensión aumentaba cada vez más. Era evidente que los policías iban a avanzar. Hasta que un transeúnte español gritó algo que no entendí. Al principio pensé mal: seguro es un racista que pide que se los lleven de una vez para poder pasar tranquilo hacia el andén. Pero al contrario, pedía que dejaran a los manteros en paz. ¡SÍ, DEJADLOS TRABAJAR EN PAZ! Reaccionaron otros a mí alrededor. Y entonces empecé a escuchar otro grito fuerte y claro ¡NINGÚN SER HUMANO ES ILEGAL! Sin pensarlo me uní a ellos y una energía contenida se desanudó dentro de mí. Así las voces se fueron sumando hasta formar una barrera entre los policías y los manteros, que miraban hacia arriba desconcertados, sin entender del todo lo que estaba pasando.


Finalmente, los policías empezaron a retroceder, hasta despejar el paso. Los manteros, primero con timidez, luego al trote, fueron emergiendo de la boca del metro mientras aplaudíamos y ellos sonreían, agradecidos, como si fueran estrellas de la NBA. Yo también lo hacía emocionada, al comprobar que cuando pasamos de la indiferencia a la acción puede cambiar, aunque sea por un momento, la situación de los que están en desventaja.


Mi asombro creció más al ver que apenas los policías se subieron a sus motos y sus carros, varios manteros volvieron a desplegar sus productos en la rambla. Yo en su lugar tendría miedo, me iría a mi casa. Pero es obvio que no alcanzo a comprender realmente su situación.


Cuando volví a subirme a la bicicleta, los versos de ese poema de Diane di Prima resonaron una vez más dentro de mi cabeza: todavía, también ahora, fingimos la comunión/ percepciones infinitas/ lo recuerdo/ hemos sido todos hermanos.



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