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Crónica de llegar a un territorio extraño y acompañada de Strangeland de Tracy Emin. (Parte II y I

Justo cuando estoy pensando en que es muy normal perder la paciencia, porque los hijos exigen tanto y a veces yo quisiera no tener que seguir respondiendo, llega a mis manos un cigarro de tabaco y marihuana. Aprovechando que mi hijo pequeño duerme una larga siesta le pego varias caladas y me vuelo casi en seguida. Mi marido que no está volado, pero sí está un poco borracho -reconozco ese brillo en sus ojos-, me mira como preguntando si puede tomar otra copa de vino. Mal que mal somos adultos responsables a cargo de niños. Es complicado distraerse en una circunstancia así.


Me acuerdo de que una vez mi mamá se olvidó de mí en la playa. Mucho tiempo atesoré esa anécdota como uno de mis traumas favoritos. Pero ahora la entiendo. No solo estaba a cargo de sus cuatro hijos, sino también de mis primos, que solían pasar el verano con nosotros. A mí me costaba eso de ser una más de una gran tribu, porque siempre me sentí especial. Recuerdo a mi madre llevando en brazos a mi hermana chica, con varios bolsos colgando de sus brazos, apurándonos para llegar a casa. Yo me iba quemando la planta de los pies y por alguna razón, no quería ponerme las hawaianas. Mi mamá, cansada de mis exigencias, tomó mis hawaianas y me dijo: espérame aquí, voy a ir al auto y te recojo. Yo la esperé parada donde me indicó. Al poco rato la vi pasar en el auto, pero no se detuvo. Al principio no podía creerlo. Pensé que se devolvería. Me hice la valiente, esperé un poco y después me puse a llorar. La gente me preguntaba qué me pasaba, pero yo, orgullosa, no decía nada. Finalmente me devolví caminando sola, tratando de pisar las sombras para no seguir quemándome los pies. El camino se me hizo largo. Tenía hambre. Finalmente llegué hasta la casa de veraneo. Mis hermanos y mis primos almorzaban en total normalidad. Mi mamá se sorprendió al verme, no se había dado cuenta de que había vuelto sin mí. Ese día sentí lo amargo que puede ser el abandono, el sentirse completamente invisible para las personas que quieres, pero al mismo tiempo entendí la libertad que eso significa.


Salgo de mi ensimismamiento cuando un marroquí llega hasta nuestra mesa y nos ofrece cerveza más barata que la que venden en el local. Reunimos dinero entre los que estamos ahí y le compramos todas las que lleva encima. Comentamos que para ese hombre debe ser un alivio deshacerse de ellas. Si la policía lo sorprende vendiendo seguro le va a quitar todo lo que ha ganado. Si él se resiste y la cosa se pone pesada, lo pueden llevar al CIE (centro de internación para extranjeros) que en realidad son unas cárceles donde viven en condiciones precarias: hacinados, sin aseo, con muy poca comida. El gesto de liberarlo de la bolsa de cervezas, y que asegura una tarde de embriaguez, tiene una leve connotación de acto humanitario. Me ofrecen una lata todavía helada y la acepto con gusto. Ha sido un tiempo estresante, me repito a mí misma. Nuestros amigos brindan porque estamos acá. Me emociono.


Al cabo de un rato llega corriendo mi hijo mayor y me dice que vio peces de colores en el fondo del mar, que vayamos juntos a verlos. Le digo que espere un poco. Pero él prácticamente me arrastra hacia la arena, donde está mi marido vigilando que nuestra guagua no coma demasiada arena o persiga a los demás niños hasta la orilla. Me enternece verlos con la cara llena de arena, balbuceando en su idioma. Se ve lindos. Mi marido tiene la piel muy morena por el sol. Creo que se ve más joven que antes. Haber dejado el pesado ritmo de trabajo que llevaba antes y dedicarse este tiempo a cuidar a los niños le ha sentado bien. Sujeta una lata de cerveza en sus manos y me comenta, como disculpándose, que es maravilloso que aquí sea legal tomar en la vía pública. Yo estoy de acuerdo y brindamos de nuevo porque estamos aquí, acostados bajo el quitasol, apoyados el uno en el otro. Algunos amigos de mi amiga duermen siesta, muy cerca. Es el momento perfecto para tomar un rato la novela: “Como si el tiempo se hubiera ralentizado, miré en dirección a la ola. Nunca había tenido los ojos tan abiertos. Nunca había visto tanto. Yo iba a pasar a formar parte de aquello. Cuando el poder del mar se estrelló contra el peso de la tierra, mi mundo se tornó negro. La ola había desaparecido. Me quedé mojada, calada hasta los huesos, fría y sola. Pero entusiasmada. Había desafiado a los dioses”. Me emociona la sincronía de leer una escena que sucede en el mar estando cerca del Mediterráneo. Siempre me ha gustado leer en la playa. El sonido de las olas me parece perfecto para olvidarse de todo y entregarse a un texto.


Avanzo lento, me quedo pegada en una oración: “El arte es como un amante cuyo amor en sí nunca ha bastado”. Creo que en esas palabras hay una especie de conjuro. Las leo y releo hasta que mi hijo mayor vuelve a pedirme que nos bañemos juntos. Esta vez no puedo negarme. Caminamos de la mano por la arena, mis pies se amoldan en ella con cada paso. Pasamos entre un montón de gente sin traje de baño. Ya me acostumbré al nudismo de estas playas. Me parece tan natural. Sin embargo todavía no me atrevo andar con las tetas al aire. Las he mirado con atención en el espejo y sé que están caídas por la lactancia. Mi amiga que vive hace tiempo acá me dice que no importa, que nadie se fija. Pero yo sé que no es así. Todos se miran. Discretamente, pero se miran. La gracia está en que nadie se escandaliza con los cuerpos ajenos.


Los niños juegan en la arena. Hacen castillos, los inundan con sus baldes, los destruyen, y los vuelven a construir. Y yo me sumerjo una y otra vez en las olas. Mi hijo me pasa su mascarilla y puedo ver un cardumen de peces blancos con rayas amarillas. Son hermosos y brillantes. Nadamos muy cerca de ellos, casi podemos tocarlos. Me siento dentro de un documental de la vida submarina. Hasta que veo también algunas bolsas plásticas, condones y un par de colillas de cigarros. Ahora pienso en otro documental. Uno que advierte que en medio del océano flotan islas kilométricas de basura flotante y que en cincuenta años más va a haber más basura que peces en el mar. Quiero escaparme de toda la suciedad que me rodea. Invito a mi hijo a nadar más adentro. Él me contesta que prefiere quedarse capeando olas. Yo en cambio me pongo a bracear mar adentro, en dirección a una enorme boya amarilla, fascinada por la temperatura, por el inmenso placer que siento al contacto con el agua.


Floto con los ojos cerrados en medio del agua. Y me quedo así, sintiendo el sol a través del agua, la liviandad de mi cuerpo sostenido por la sal. Me imagino que mi hijo menor hasta hace poco vivía adentro de mi cuerpo, en un mundo húmedo. Me doy cuenta de que meterse al mar es como volver al cuerpo de la madre. Descanso, por fin descanso. Pienso en que todo va a estar bien. Voy a encontrar un lugar para vivir, mi hijo va a ir a la escuela, yo a la universidad, y voy a aprender cosas nuevas, y mi marido va a dejar de extrañar a sus amigos, y vamos a ser muy muy felices acá. Porque siempre había querido vivir cerca del mar. Porque voy a poder volver a él cada vez que quiera, con sólo tomar un metro. Me río sola de gusto. Soy feliz. Soy feliz. Soy muy feliz. Hasta que siento que algo desconocido me roza. Después un ardor en la piel. Entonces me asusto. Trato de ver qué es lo que me atacó. Me duelen los ojos por la sal. Fuerzo la vista bajo el agua y de pronto las veo. Son criaturas extrañas. Parecen medusas, pero no son transparentes. No puedo ver qué hay en su interior, la luz fluorescente que advierte el peligro. Son muchas y me rodean. Me asusto más. Trato de tranquilizarme pensando en que todavía estoy volada, que se me va a pasar. Decido flotar muy quieta mientras ellas pasan. Pero son muchas. Pienso en qué pasaría si son venenosas. Si por la picadura se me detiene el corazón y no puedo volver nunca más a la orilla. Afuera, en la playa, otra criatura depende de mí. Se alimenta de mí. Tengo adentro de mi cuerpo lo que lo hace crecer y protegerse del mundo. Si yo me acabo ahora ¿qué pasaría con él? El mundo es un lugar rudo, un lugar difícil donde, como dice Tracy Emin, la belleza y la ingenuidad no son compatibles. Pienso en los días en que he estado lejos de mi ciudad y en que desde que llegué he visto tantas cosas nuevas que no he podido entender bien que estoy muy lejos, que aquí la realidad es muy distinta, que todo cambió. Estoy en una tierra extraña. Rodeada de gente de todos lados del mundo. Estoy en un territorio donde se hablan muchas lenguas. Donde nada es parecido a lo que conocía. Desfilan por mi cabeza imágenes en todas las mujeres en burka que me cruzado, tapadas de los pies a la cabeza, en estas calles nuevas. En que al verlas me he preguntado si ellas me ven, si les llama la atención cómo soy, qué pienso, por último, cómo me visto. He sentido fascinación, curiosidad por esas mujeres, por saber qué piensan debajo de toda esa ropa, y el calor. Incluso he llegado a imaginarme su piel sudando bajo la burka, los pliegues ocultos. El corazón me late muy fuerte. El miedo se agudiza de nuevo. Pero ellas no me dan miedo, son estas medusas. Es desesperante descubrir una fobia y no poder escapar. Trato de focalizarme en la orilla, en pedir ayuda con los brazos. Pero no distingo a mis niños. Tampoco a mi marido. Porque casi todos están sin ropa y los cuerpos sin ropa se parecen mucho unos de otros. Es como un cuadro impresionista donde predomina el color crema. Me imagino los cuerpos sin vida que han aparecido en estas orillas, en la ropa que les ha quedo puesta. Y yo que llegué tan cómoda en un avión como los que se ven cruzar las nubes durante el día y la noche. Y yo que me quejo por la burocracia y los trámites, y el cansancio de estar con los niños sin una casa definitiva. Pienso en lo otro que nada en estas aguas. Tantos cuerpos han pasado por acá. Pienso inevitablemente en los botes de refugiados. En esas embarcaciones atiborradas de humanos que han tratado de flotar y de llegar a la orilla. Pienso en las personas que han decidido dejar la embarcación, nadar y ver si son capaces de llegar solos a tierra firme. Trato de imaginarme ese hacinamiento, en ese mareo, y las batallas que se han librado en estas aguas. En los griegos, los romanos. En todas las personas que han perdido la vida en el mar, tratando de escapar de una guerra o encontrar otra forma de vida. No quiero dejar a mis hijos huérfanos. Sufro enormemente con esa idea. Pero un pensamiento me tranquiliza: ¿Para qué querrían picarme las bichas marinas que tanto me asustan? No pueden alimentarse de mí, no necesitan defenderse. Si me pican sería por pura maldad. Pero ellas no son malas. No hay maldad en las conductas animales. Al menos eso he creído siempre. Sólo se trata de supervivencia. De mantener el equilibro entre la vida y la muerte, entre la creación y la destrucción. Si ellas me pican es porque de alguna manera necesitan sobre vivir. Por una parte pienso que si muero aquí está bien. Mi hijo podrá, me imagino, tomar leche de fórmula. Y acabo de comer un banquete increíble, junto a las personas más amables del mundo. He gozado mucho esta vida. He leído tantos libros hermosos. Y también he podido escribir. Moriría con el corazón lleno de amor, con el estómago lleno. Soy consciente de que estoy dramatizando, como tantas otras veces en mi vida. Como sé que lo hace también Emin en su novela. Para crear algo que valga la pena hay que mirar las heridas, mojarlas en agua salada, correr riesgos. Entonces me entrego. Pienso en esa idea de que todos somos parte de todo, de que somos un todo, y me pregunto qué tengo yo de estas bichas que ni siquiera sé nombrar. Ellas tampoco saben mi nombre y me esquivan. No les importo, no les significo nada. Pero mi traje de baño es brillante. Me da susto por un momento que sus colores puedan atraerlas. Decido sacármelo. Una vez sin él, siento un enorme placer, vuelvo a ser una con todo este mar desconocido y tibio, tan distinto a las aguas agitadas del pacífico. Me quedo flotando y un párrafo del libro llega a mí, como si fuera un salvavidas: No tienes que nacer con huevos para tener huevos. Los cojones te pueden colgar entre las piernas pero también puedes demostrar que los tienes con tu actitud, es esto último lo que me ayuda a levantarme por las mañanas, lo que me inspira a cambiar mi vida, lo que mueve el mundo. Tomo fuerza de estas palabras y nado, nado, nado. Desafío la potencia de la marea que tira hacia adentro. Hasta que le gano y empiezo a ver a otros bañistas. Incluso ya puedo pisar la arena.


Mi hijo está haciendo un castillo con los otros niños. Me acerco a él victoriosa y agotada y le cubro la cara de besos. Él se sorprende un poco de que esté sin ropa y se ríe. Un poco más allá, las amigas de mi amiga han decidido hacer una performance muy simple: se pusieron una máscara de León, gatearon hasta el mar y se metieron al agua. La gente interrumpe por un momento sus juegos de paletas, sus lecturas y las miran. Los niños están felices y emocionados. Yo también estoy emocionada. Ya no me importan mis tetas caídas por la lactancia, ni mis estrías. Soy una sobreviviente. Corro hacia donde están mis cosas y tomo mi celular para sacarles una foto. Quiero registrar este momento, quiero celebrar el poder transformador del arte. El haberme encontrado tantas veces con personas, obras, libros, donde he podido refugiarme cuando las cosas no andan bien.


Begoña Ugalde, Octubre 2016






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