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Crónica de llegar a un territorio extraño y acompañada de Strangeland de Tracy Emin. (Parte I)

Ya llevo casi un mes desde que llegué con mi familia a vivir a Barcelona, pero se siente como si hubiera pasado mucho más tiempo. Durante la semana, cuando están abiertas las oficinas, me la paso haciendo trámites. Los meses antes de venir también fueron muy intensos. Tuve que resolver varias cosas: casarme, terminar proyectos de trabajo, desarmar mi casa y lo más difícil de todo; despedirme de mis seres queridos. No es fácil dejar un barrio, rutinas, meter en cajas tu biblioteca, regalar todas esas cosas que ya no vas a usar.​


Al subir al avión sentí un gran alivio, pero al llegar me di cuenta de que empezaba otra lista interminable de cosas por hacer para instalarme aquí con los míos. Por eso, cuando llega el fin de semana en vez de salir a turistear o disfrutar de la ciudad, me dan ganas de quedarme acostada leyendo “Strangeland”, la novela autobiográfica de Tracy Emin que compré en mi última visita a ese templo literario llamado La Central. Tuve entre mis manos varios otros libros que hace tiempo quiero leer, pero al final me decidí por este porque me gustan las instalaciones de la autora y los libros que saca Alpha Decay, su sello editorial. Pensé que leyéndolo iba a hacer más amenas las esperas que exige cada papeleo. Lo cierto es que no sólo lo he leído en esos tiempos muertos, sino que aprovecho cada momento de tranquilidad para meterme en sus páginas. Es de esos libros que dan ganas de leer de una sentada. Me resulta fascinante como a partir de fragmentos, de recuerdos sueltos, se va construyendo un universo enrarecido y al mismo tiempo un retrato lleno de amor a su familia, a pesar de ser, como se solía decir en los noventa, totalmente disfuncional. Me parece bellísima la manera en que Emin describe la precariedad en la que creció después de la separación de sus padres. El relato enmarca su historia personal en una sociedad donde la violencia contra las mujeres y la discriminación se han naturalizado, entonces es difícil no sentir rabia e identificación. Los pasajes protagonizados por su madre alcohólica son los que más me conmovieron. Tal vez porque tuve a mi primer hijo cuando todavía era muy joven, inexperta en muchos sentidos. Y viví con él sola durante varios años, tratando de compatibilizar trabajos inestables, la crianza del niño y mis ganas de seguir saliendo de vez en cuando de fiesta. Muchas veces nuestro hogar no fue un escenario ideal. De alguna manera crecimos juntos.​


Apenas despierto en la mañana, cuando todavía todos duermen, tomo el libro y leo: “Yo no sabía qué eran esos juegos raros. Para mí todo aquello formaba parte de la vida. Una vida extraña. Jamás había conocido la verdad, así que nunca me habían importado ni la verdad, ni la racionalidad, ni la lógica. Vivía en un mundo de sueños, buenos y malos”. Mi plan secreto de quedarme todo el día siguiendo la lectura fracasa apenas terminamos de desayunar. El día está luminoso, los niños están llenos de energía y nuestros amigos nos convencen de pasar el sábado en una playa cercana, a la que se puede llegar en metro. Almorzamos entonces en un “Chiringuito”, que es como se les llama acá a los restaurantes de pescadores.


Al llegar me doy cuenta de que estoy participando de una especie de ritual. Mi amiga y su comunidad de amigos inmigrantes vienen todos los años a despedir el verano. Algunos tienen hijos, la mayoría no. Cuando me preguntan por qué estoy acá les cuento que vine a hacer un Máster en creación literaria. Casi inmediatamente después aclaro que en realidad es un pretexto para escribir tranquila, que sé que no se le puede enseñar a alguien a escribir, que lo importante es leer mucho y dedicarle tiempo a la escritura. Ellos asienten, están de acuerdo y hablamos sobre si las personas tienen o no talentos naturales, y de dónde vienen esos talentos.​


Mi amiga cuenta con orgullo que su hija mayor desde muy chica siente una fascinación por las palabras. Que apenas tiene cinco años y ya sabe leer y escribir. Yo le he prestado atención estos días y no me cabe duda de que es una niña muy inteligente. No sólo por su léxico, sino por cómo construye las oraciones, la delicadeza con la que usa las palabras. Creo que me recuerda un poco la niña que fui. También aprendí muy chica a hablar y siento nostalgia por ese tiempo que no tiene lenguaje. Trato de recordar cuáles fueron las primeras palabras que pude descifrar. Seguramente fueron mensajes publicitarios, carteles. De repente pienso en la cantidad de palabras, frases y mensajes que he leído en mi vida. Se me figuran mares de letras, un gran murmullo de voces, parecido al que siento ahora que todos hablan al mismo tiempo. La conversación está muy animada pero yo no me estoy emborrachando como el resto. Sigo amamantando a mi hijo chico y trato de tomar lo menos posible. Entonces me dan ganas de pararme de la mesa atiborrada de mariscos y de vino para entrar en la realidad paralela de Strangeland. Pero sé que sería mal visto sacar mi libro. Este es un momento para compartir.​


Los amigos de mi amiga son todos muy simpáticos. De vez en cuando van a meterse al agua, vuelven y siguen tomando vino y comiendo con las manos los mariscos que quedan en los platos. Me gusta haberlos conocido así, semidesnudos. Sé que es un cliché decirlo, pero la ropa en el fondo es un disfraz. Se nota que se tienen confianza, que han sabido formar una familia ahora que están todos lejos de sus familias sanguíneas. Es un grupo variado: argentinos, cubanos, uruguayos. Heterosexuales y gays. Profesores, químicos, lingüistas, un psiquiatra y dos artistas dedicadas sobre todo a la performance Me entretengo escuchando sus diálogos, la mezcla de acentos, de entonaciones.


Mi amiga, que tiene un trabajo estable, se lamenta sobre el fin de sus vacaciones, dice que no quiere entrar a trabajar. Yo pienso en que todos los que vienen llegando quieren eso: un trabajo estable. Su amigo psiquiatra dice que los humanos somos como los peces: los primeros días en el acuario son angustiosos, pero podemos adaptarnos a todo. Entonces mi amiga asiente y concluye con voz resignada que en realidad le pasa todos los años: al principio no quiere levantarse, pero al cabo de una semana ni se lo cuestiona.


​El marido de mi amiga, un hombre muy dulce, cuenta en un arrebato de honestidad que el próximo verano quisiera ir a África y que le angustia no haber podido ahorrar nada este año porque se está pagando una terapia de psicoanálisis. El psiquiatra responde serenamente, pero con la lengua un poco tramposa, que está bien que invierta en eso. Él replica que últimamente no tiene ganas de ir, que el psicoanalista no habla en toda la sesión y que a veces le da la sensación de que se queda dormido cuando él se pone a hablar de que le frustra perder la paciencia con sus hijas, que se acuerda de lo duro que fue su padre con él.




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