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Noh

Los dioses custodian la antigua montaña. La luz de la luna cae sobre el escenario. Es la última obra de teatro Noh. Es un kiri no. Una obra de demonios. El viento susurra. Trae entre sus dientes los cadáveres de las oraciones, las conversaciones del público, los malos pensamientos y los deseos olvidados. Los músicos narran. El público calla.

Cuando el viento adquirió su tercer nombre surgió de su ser un demonio cuyo nombre no debemos pronunciar. Sus pensamientos eran azules y su lengua poseía la longitud de un cedro. Sobre su cabeza tenía escrito tres palabras, de las cuales una era mortal. A causa de ello los dioses cerraron sus ojos y desviaron su mirada. Nadie le miraría de frente. Antes de descender al mundo de los hombres se colocó una roja carcasa de huesos sobre su espalda para defenderse de las armas enemigas. Dio tres pasos y descendió sobre la cabeza del dragón, la isla de Hokkaidō.

Descendió sobre la sierra de Ishikari con la velocidad de quien ha aprendido a domar su sombra. Llegó a la cúspide de las blancas montañas y recogió sobre sus garras dos puñados de nieve que escondió entre sus párpados. Cuando hizo esto perdió sus atributos de demonio y adquirió la apariencia de una joven hermosa. Su piel era blanca, excepto por su espalda completamente escarlata debido a la carcasa con la que se protegió de las armas de los dioses. Sus ojos eran azules a causa de sus pensamientos. Al ver que todavía tenía las tres palabras en su frente, decidió esconderlas y comenzó a comer cada una de ellas para guardarlas en la superficie de su lengua. De este modo, los hombres podrían verla de frente pero no morirían ante su visión.

Hermosa y delicada descendió desnuda con lentitud la ladera. Entre los pinos contempló la ermita de un cansado sacerdote budista que repetía con devoción sus mantras y sus oraciones con sabor a incienso.

Nada se posee. Nada se desea. El deseo lleva al dolor y el dolor al sufrimiento. Nada se desea. Nada se posee.

Extrajo el demonio el color rojo de su espalda y fabricó un kimono con bordes blancos. Se acercó al sacerdote y se arrodilló con obediencia. El sacerdote elevó su mirada y contempló a la joven.

-Grande es tu sabiduría, pero tu cuerpo está cansado de ella y tus pies están exhaustos por caminar en un terreno tan difícil, déjame calmar tus dolores con el roce de mis manos y honrar así a un hombre consagrado al camino de Buda- pronunció con sutileza el demonio.

El sacerdote al vivir tanto tiempo lejos de los hombres se sorprendió del calor de sus palabras. No era un espejismo después de todo. Se sintió indigno de tal regalo.

-No tengo nada, soy un anciano y nada puedo ofrecerte.

El demonio se acercó al sacerdote y susurró con lentitud.

-Yo sólo quiero un beso de tu boca.

El sacerdote sintió dentro de su boca el sabor de la lengua de la doncella y se percató que olía a cedros. Una palabra moría en la lengua del demonio.

Pasaron las semanas y el verano perecía en los bosques cuando la doncella inmortal volvió a aparecer en el santuario del ermitaño. Esta vez su oración era pequeña.

Nada se desea. El deseo lleva al dolor y el dolor al sufrimiento. Nada se desea.

Conforme se acercaba a él se dio cuenta de su túnica desgastada. El sacerdote se sorprendió de volverla a ver en la soledad del bosque.

-Grande es tu sabiduría, pero tu cuerpo desprovisto está de una vestidura digna, déjame darte la mía y honrar así a un hombre consagrado al camino de Buda- pronunció con sutileza el demonio

-No tengo nada, soy anciano y nada puedo ofrecerte- respondió con ritmo monocorde el sacerdote.

El demonio al oír estas palabras se acercó al ermitaño y con lentitud se despojó de su kimono escarlata. La vista del anciano pareció perturbarse ante la belleza nívea del cuerpo de la infernal doncella. Se quedó un momento inmóvil, sin un solo pensamiento dentro de su cabeza.

-Sólo quiero un beso de tu boca- susurró el demonio.

Las bocas se unieron en un solo valle y una palabra murió dentro de ellas. La figura desnuda desapareció después entre las montañas.

El viento sopló su tercer nombre sobre la isla de Hokkaidō y la nieve comenzó a caer sobre los bosques. Las últimas hojas de los árboles cayeron y perecieron en un sueño tranquilo.

Por entre las laderas nevadas los callados pasos del demonio volvieron a asaltar la paz del ermitaño que recitaba con cansancio una escéptica oración aprendida.

El deseo lleva al dolor y el dolor al sufrimiento. El deseo lleva al dolor y el dolor… al sufrimiento.

Sus palabras se desgranaban con dificultad, su cuerpo tiritaba y sus hombros estaban cubiertos de nieve.

-Grande es tu sabiduría, pero tu cuerpo sufre los embates del invierno, déjame prender un pequeño fuego y honrar así a un hombre consagrado al camino de Buda- pronunció con sutileza el demonio.

El débil sacerdote fue incapaz de proporcionar una respuesta igual de gentil y miró a la doncella recolectar leña del bosque. Sus gestos eran delicados, parecía flotar por entre la nieve. Volvió al poco tiempo con su cargamento y prendió un pequeño fuego que lo hizo entrar en calor. La luz iluminaba el claro y derretía la nieve. El sacerdote dueño ya de todo su pensamiento sintió en sus miembros el poder del deseo. Lentamente se acercó a la doncella, con un movimiento rápido la tomó por la fuerza y desgarró su piel blanca, acariciaba con rudeza sus miembros mientras pronunciaba palabras obscenas. Sus manos exploraban aquel cuerpo que languidecía en medio de la noche. Se detuvo un momento y decidió besar los labios de la doncella. Una tercera palabra murió en sus bocas. Era la palabra que los dioses se negaron a ver. La palabra mortal. El sacerdote sintió la rigidez en sus miembros. Estaba muerto.

Ha terminado la función. La música ha cesado. El público contempla el escenario. Los actores siguen inmóviles. Uno de los actores cae fulminado. El eco de su caída perturba la meditación de las montañas.

El autor es de Tehuacán, nació en 1992 estudiante de Literatura y lenguas hispánicas FFyL BUAP. Ha publicado en Círculo de poesía, La cigarra No. 7, Cinco centros, Cuatro Patios, etc.


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