top of page

La línea de su mano en la alfombra

Inclinada ante el espejo del lujoso tocador, la mujer untó color en sus labios. De inmediato pensó que había puesto demasiado y corrigió el exceso con una servilleta. Tomó su bolso de cuero rojo y salió de la habitación asestando un portazo. En el descenso de la escalera que remataba en la sala de estar, se angustió al escuchar el timbre del teléfono. Corrió a levantar el tubo. La tarde naufragaba entre las horas frescas que anteceden al crepúsculo, y la enfurecida voz de su marido le dio la sensación de que el tiempo se precipitaba.

—¡Laura, te estuve marcando toda la tarde! ¿Dónde estabas?

La mujer buscó a su alrededor algún lugar donde sentarse, pero el sofá quedaba lejos y tuvo que permanecer de pie.

—He estado afuera haciendo algunas diligencias… —titubeó— y como de regreso pasé por la Tamayo, pensé que podría visitar a…

—Como que últimamente te ha dado por visitar a todo el mundo, ¿no? —interrumpió el hombre.

Laura repiqueteó nerviosamente con sus dedos sobre las teclas; éstos eran de una blancura traslúcida. Afuera, en el jardín, los árboles mecían sus alargadas sombras sobre el césped recortado. Una brisa fría hizo ondear las cortinas de la ventana, envolviendo con suavidad el cuerpo de la mujer y arrancándole un suspiro.

—Tú sabes que el médico me dijo que no debo estar mucho tiempo sola. Necesito distraerme.

—Y vaya forma que encontraste para distraerte —la voz del hombre era pastosa, opaca, como obturada por un coágulo de saliva espesa.

—¿Qué pasa, qué tienes? —preguntó Laura, aferrándose a la mesita del teléfono.

—¿Que qué pasa? ¡Pasa que ya estoy al tanto de todo! Y ni pretendas que te diga cómo, porque no lo haré.

Ella sintió una película fría de sudor en su frente; se llevó la servilleta manchada de pintura labial a ésta y después la dejó caer a la alfombra.

—No sé de qué hablas. Me estás asustando.

—Te es-toy a-sus-tan-do —repitió el hombre—. Siempre es lo mismo. Pero ¿para qué te haces la impresionada? Tú entiendes precisamente a qué me refiero.

Laura aprisionó el auricular entre su mano; sus dedos se sonrosaron alrededor del tubo. Se sintió profundamente sola en el centro de un universo descubierto. Tenía puesta la mirada entre el follaje denso, donde asomaban recortes de cielo de un matiz purpúreo, con pinceladas bermejas en la cercanía del horizonte. Por un instante fue el silencio y luego otra vez la voz pastosa:

—Verás, el caso es que muy pronto no va a tener sentido. Hay una hora en que ya nada tiene importancia —aquí la voz tomó un dejo entrecortado, y Laura pensó que su marido estaba ebrio. “Sí, está borracho”, se dijo.

—Habla más directo, por favor. Me asustas —insistió ella, quejumbrosa.

—Qué sentirías si creyeras tener algo, pensaras que es sólo tuyo, y de pronto te enteras que alguien te lo ha quitado, que lo ha hecho endiabladamente a tus espaldas.

La mirada temblorosa de Laura se detiene en la mesita del centro, en el bolso de cuero rojo que en la penumbra luce un color marrón quemado. Se queda mirándolo fijamente, mientras advierte un cambio leve pero bastante perceptible en el ritmo de su respiración. Con los labios hace un gesto de intentar decir algo, pero la voz del hombre, ahora quejosa, la interrumpe:

—Te preguntarás por qué te hablo en este tono, ¿verdad?: algo así como de telenovela. Pero es que quiero dejarte sólo la última impresión de lo que soy, de lo que malditamente hiciste conmigo.

Del otro extremo de la línea llegó un sonido susurrante, como de alguna gaveta que rodaba lentamente con sigilo nervioso. Se detuvo, reinició con violencia y se apagó con un golpe, seguido de otro de una densidad metálica.

—¿Qué estás pensando hacer, Rodolfo? —gimió Laura, llevándose una mano al pecho. La sala se anegó con un silencio incisivo. Hacía rato que la brisa se había difuminado. El oído de la mujer se mantuvo al acecho de cualquier sonido detrás de la bocina. Una frase desplazó la mudez hacia la nada.

—Lo que debí hacer mucho tiempo antes, de haber estado enterado, por supuesto.

Dentro de la casa la noche ya era completa. El interruptor de la luz quedaba a unos cuantos pasos del sitio donde la mujer se hallaba sujeta al teléfono, incapaz de actividad alguna, salvo la creciente agitación en que ya su pecho se abatía. Sus labios mantenían el esbozo de una “o” diminuta, donde lo incierto de la noche era un mutismo compacto.

La frase que viajó a lo largo de la línea, desde algún sitio remoto al otro lado de la urbe, cayó como un fardo en una cancha desierta:

—Lo siento, Laura; hasta nunca.

La estridencia del disparo casi le desgarra el tímpano. Su ya intrincada respiración se convirtió de pronto en un jadeo forzoso. El auricular se deslizó entre sus dedos y cayó al suelo. Con una mano hacia el frente y la otra apretada contra el cuerpo a la altura del corazón, avanzó tropezándose en medio de la oscuridad hasta llegar a tientas a la mesita del centro, donde encontró el bolso, ahora del color más denso de la noche. Hurgó en su interior un instante que a ella le pareció un millar de siglos. Su mano al fin tropezó con un frasco. Lo destapó con rapidez nerviosa, gimiendo, y en medio de un horrible asombro descubrió que estaba vacío.

Una hora más tarde una silueta apareció en la puerta de calle, recortada contra el fondo iluminado de afuera, y avanzó taconeando estrepitosamente. La sala estalló bajo la luz de las lámparas eléctricas. Un hombre alto, de mirada penetrante, pasó con ostensible serenidad por encima de la figura descompuesta e inerte de la mujer. Recogió el auricular que yacía en el piso. Marcó un número corto y pronunció con voz pastosa, opaca, como obturada por un coágulo de saliva espesa:

—¡Señorita, mi mujer necesita una

ambulancia!

Moisés García Hernández (Centla, Tabasco, 1989). Estudia Filosofía en la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo. En 2011, obtuvo una mención honorífica en la categoría de cuento en el concurso de Punto de partida. Ha publicado en las revistas Salvo el Crepúsculo, Letra Franca, Prisma Volante y Ficticia, entre otras.


Grupo tropos

La noche del estreno

Mariano Escobedo...

Pero tengo mis poemas

Tetas

Alina

Sigenos en:
  • SoundCloud Social Icon
  • Facebook Basic Black
bottom of page