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Tetas

Ocupo nuevamente mi lugar detrás del escritorio y enciendo la computadora. De inmediato la pantalla cobra vida, y yo me lanzo a pulsar el teclado y a clicar el ratón. Tras varios minutos de lo mismo, Mónica se adentra en mi cubículo. Ella es alta, inmaculadamente blanca, de cabello enlutecido, sonrisa dentífrica y mirada color hojuela de maíz tostada. Debajo de su holgado vestido carmesí se esconden esas blandas y a la vez muy firmes nalgas redondísimas. Sé que mil pelafustanes sueñan con quitarle todo, comenzando por la sonrisa, pero lo indiscutiblemente significativo no es lo mucho que yo, realista empedernido, pude quitarle, sino lo poco que logré ponerle. Lo cual me hizo confirmar que a mí no me gustan sus tetas, esos limones que apenas si se asoman sobre su pecho, que dan la impresión de muerte hambrienta... Yo amo las tetas rebosantes y llenas, estilo las de la güera de la tanga púrpura.


—Creí que ayer me ibas a llamar, pero como no lo hiciste... —dice Mónica con más amargura de la que creía posible en alguien tan alegre—. Bueno, da igual. Gracias.


Le brindo la mejor sonrisa de mi repertorio.


—No tienes nada que agradecer.

Como no es estúpida, sólo ignorante, Mónica mira la computadora con una cara que revela tanta amargura como la de su voz.


—Siempre, siempre, al día siguiente de la primera acostada, conviene que el hombre llame a la mujer.


—¿A qué? —pregunto, mostrando una ignorancia sintéticamente auténtica.


Apartando por fin la mirada de la computadora y dirigiéndola de nuevo hacia mi rostro, Mónica frunce el ceño, en un esfuerzo por mantener la sangre fría.


—A nada, una especie de acto de agradecimiento, a dejar un mensaje de afecto, de interés. —Da uno de los suspiros más melancólicos de que yo tenga memoria.— No llamar al otro día es como declarar a gritos: te estuve usando, gozando, o bien, no me gustaste nada.


—Bueno, tú no me gustas demasiado. Por eso te cogí de a perrito. —Eran las seis de la tarde de un miércoles que ya parece lo suficientemente remoto para llamarlo Anteayer, cuando, al abandonar la oficina con el sano propósito de aplicarle una vuelta de tuerca a la vida, salimos a tomar algo. Después de tomar algo terminamos en mi departamento, en mi sala, en mi dormitorio, en mi cama. Allí, temiendo que la visión de sus tetas al aire me bajara la calentura (esa visión le habría quitado el apetito a un buitre) y, a pesar de que no me importaba mucho lo que dijera o dejara de decir de mí, no pudiera llevar a buen término el enfrentamiento de las dos desnudeces, la hice volverse de forma que me ofreciera ese par de nalgas turgentes como los dos hemisferios del planeta. A uno le vienen ideas cósmicas al ver cosas así.— No estuvo tan mal, ¿eh?


Mónica abre la boca un segundo, luego la cierra, y observo cómo los músculos de la cara luchan para volver de nuevo a la expresión de fámula con título (pronúnciese «secretaria»). Se trata de una excelente maniobra, pero la verdad descalzonada es que tiene que morderse los labios para no llorar. Por último, da media vuelta y se larga con lentitud, casi titubeando. Tal vez piensa que la voy a alcanzar con un ramo de rosas casi tan grande como el beso que le devolverá la sonrisa. Obviamente, nada de eso va a suceder. De modo que examino el pequeño póster de la güera de la tanga púrpura, protegido con un marco de madera. Una imagen que ha despertado comentarios positivos entre mis compañeros varones e incluso me ha valido la sonrisa del jefe, una imagen que yo prefiero a la clásica fotografía familiar y a la mayoría de los objetos que, además de la computadora, colman mi escritorio.


Hace, no sé, veinte minutos salí de la oficina. Ahora estoy ante el viejo edificio donde se ubica mi pequeño, aunque caro, departamento. Atravieso el zaguán y subo. La escalera es tan angosta y se mantiene tan llena de orina y penumbra, que ni siquiera duermen en ella los mendigos más desesperados. En el rellano del tercer piso me encuentro a una hembra modelo recentísimo que está parada en un rincón con la vista perdida, extraviada en un arcano ideal, en un utópico o platónico planeta, en meditaciones muy espirituales, y el hombro derecho apoyado en la pared como para equilibrar el peso de la botella de ron que aferra su mano izquierda.


Mientras se lleva el gollete a la boca y bebe, observo que trae un top ajustado color rosa neón, minifalda anaranjada elástica, medias moradas de red y tacones blancos de aguja. Su ropa no deja mucho para la imaginación. Mejor dicho: observo que tiene cintura diminuta, anchas caderas y largas piernas torneadas. Es un cuerpo bien hecho, que nada sabe de carencias, donde la piel negra refulge como un piano. Pero lo que más me llama la atención es ese par de melones de carne que parecen a punto de desbordarse y romper el top: sus tetas.


Me acerco de puntillas, sin ruido, con precaución, y, sabedor de que una mujer sola es un ángel que aguarda a Lucifer, la abrazo con todas mis fuerzas mientras ella, estupendamente borracha, me mira con ojos gris clarísimo, sin verme, girando la cabeza hacia un lado, como los perros cuando no entienden algo, y suelta la botella de ron. Me gusta cómo su enorme melena a lo afro acompaña sus movimientos.

Pongo la mano derecha entre sus muslos y empiezo a hacerla subir, despacio, tirando de la minifalda hacia arriba, y descubro que no lleva calzón. Luego trato de dedearla, y ella grita déjame déjame, apretando las piernas con tanta energía que no hay medio de alcanzar el objetivo. Por eso la empujo con furia y la arrojo al suelo. Me le abalanzo encima. Le doy una bofetada, y otra, y otra, y su cara va de un lado para otro con llantos, gemidos, gruñidos, bufidos, lágrimas, sudor, sangre, saliva. Cuando se convierte en una pantera, con las garras y los dientes al aire, debatiéndose con todas sus fuerzas, arañándome y mordiéndome, rugiendo y pataleando, repartiéndome golpes a diestra y siniestra, estrangulándome, la agarro de los cabellos y le golpeo la cabeza contra el suelo hasta que hace un esfuerzo por morirse, pero no lo logra. Quieta como una piedra, sangrando como una fuente, sorbiendo mocos, tartamudeando, susurra déjame por favor déjame, y al momento le arranco el top, le abro las piernas, me desabrocho el cinturón y me bajo sin dificultad al mismo tiempo pantalones y trusa. Mi erección sale volando como un muñeco de resorte. Separo los labios de la vulva y apoyo entre ellos el glande. Abriendo desmesuradamente los ojos, la piruja rechina los dientes y yo también porque duele y me percato de que antes debí ensalivarme el pene, para que estuviera mojado y fuera más fácil meterlo, pero aun así no tardo mucho en hundirlo hasta la raíz.


Las lágrimas continúan rodando por las mejillas de la fulana. Sin embargo, ya no está llorando. Las lágrimas brotan irremediablemente, y una ausencia de sollozos acompaña los diversos tics de su cara. La sangre afluye a su boca entreabierta exhalando una respiración ritmada y tranquila. Se me van las manos sobre sus tetas mullidas y duras a la vez, que amaso, teniendo que alargar los dedos para abarcarlas del todo, mientras cierro los ojos e imagino que estoy cogiéndome a la güera de la tanga púrpura. Finalmente retiro mi pene ablandado de su vagina, me lo guardo en los pantalones, me abrocho, le aviento un par de billetes y feliz, silbando una canción que nunca pretendí aprenderme, y que por ello tal vez jamás olvide, me encamino al cuarto piso.


A veces tengo pensamientos espantosos. Si padeciera una enfermedad mental, anteayer habría puesto esos pensamientos en acción, y a Mónica le habría arrancado las tetas con los dientes. Sí, soy tan capaz como cualquiera de postergar las cosas indefinidamente.



El autor es fotógrafo y ha ganado premiaciones en diversos concursos de cuento.


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