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Nepantla (La noche en que caímos)

Tomó un trago de aguardiente antes de comenzar. Puso el saco en la silla contigua a la del cuerpo amarrado. Desajustó su corbata roja, como la cara de aquel pendejo al que tenía sujeto. El sonido de una navaja que Ricardo, pareja del torturador, abría y cerraba continuamente amenizaba la escena podrida de aquella noche. Ricardo prendió la luz. El cuarto estaba cubierto por filas de llantas, unos tres o cuatro gatos hidráulicos, sangre vieja en el piso y grasa de motor; lo que ahora era el cuarto donde rutinariamente Ricardo y el torturador realizaban sus interrogatorios, anteriormente era una talacheria. Los posters con los senos desprotegidos de mujeres y los calendarios de hace tres años aún estaban en las paredes. La luz comenzó a gestar sus estragos en el amarrado. Sus ojos comenzaban lentamente a parpadear. El torturador sacó de su bolsa un cigarrillo, maltratado casi roto por la mitad. Lo babeó un tanto y procedió a encenderlo. El amarrado comenzaba a balbucear sus primeras palabras. No tardó mucho en gritar incesantemente.


-¡Ayuda por dios! ¡Ayuda!


El torturador se acercó a él.


-¡A callar hijo de puta!


El torturador golpeó la cara del amarrado unas quince veces hasta que su desfalleciente hilillo de voz apenas podía escucharse. Se desmayó. El torturador tomó la navaja de Ricardo y la clavó en el brazo de aquel muchacho. Éste despertó a gritos, con la navaja clavada en el músculo deltoides, contoneándose arduamente de un lado a otro mientras sus alaridos podrían haberse confundido con los ladridos de algún perro malherido. El torturador tomo nuevamente un trago de aguardiente. Rompió la camisa del amarrado, su pecho quedaba expectante a la luz de aquella bombilla en ese cuarto maloliente, sucio como los pantalones del chico moribundo que yacía en la silla. El cigarrillo paso de la dentadura amarillenta del torturador al pecho firme del torturado. Ocho veces toco su pecho antes de que la última brasa se consumiera, chamuscando la piel y el bello del muchacho. Los gritos ya no causaban el mismo efecto en Ricardo; pues al principio la escena le parecía caricaturesca.


-¡Habla hijo de la chingada!- Gritaron los dos. El torturador lo tomo de la cabellera.Pero el muchacho no pronunció palabra alguna.


-Danos la lista de los líderes. Si hablas te dejamos ir cabrón, ya no la hagas de pedo.


El muchacho no contestó. Ni una sola palabra dejo escapar por sus labios reventados, ardientes como la lumbre que alimentaba el nuevo cigarro que tenía el torturador. Éste le hizo una señal a Ricardo. Le quitaron las botas. Después el pantalón. Le abrieron las piernas y el torturador comenzó a golpear con el puño las partes blandas del muchacho sangrante. Los gemidos parecían una clonación de cada uno de los trabajos que habían hecho juntos Ricardo y el torturador. Pasaron a quitarle las uñas con una pinza. Le dieron toques en los testículos. Golpearon su cara nuevamente. Pasaron a los riñones. Martillaron sus manos. La mirada semiconsciente del muchacho quedó desnuda ante el torturador. No decía nada. Sólo quedaba el cuerpo amarrado, casi muerto en aquella habitación, la respiración jadeante de los torturadores y la luz parpadeante de la bombilla que iluminaba la escena.


El torturador volvió a gritarle: -¡Danos la lista de tus líderes! ¡Eres un hijo de puta!


El amarrado balbuceo algunas palabras incongruentes. Su voz estaba quebrada, aterrorizada por la luz cegadora de la bombilla más que por su torturador. Alzo la cara en un esfuerzo magnánimo. El torturador se agacho hacia la boca hinchada y sangrante del muchacho. De su boca pudo escucharse el burbujeo de un gargajo, cargado de sangre y moco. El muchacho escupió con las pocas fuerzas que le quedaban. Justo en el rostro del torturador quedo pintada la sangre del muchacho. Mientras el torturador se secaba la mancha del rostro con un pañuelo que le proporciono Ricardo, una risa comenzó a escucharse en el cuarto, la más pura risa salió de los labios de aquel muchacho. Una risa macabra que retumbaba en los oídos de los tres personajes patéticos que estaban en ese cuarto. Pronto la risa se convirtió en una carcajada, el muchacho alzo la cabeza hacia sus torturadores. Le faltaban dos dientes, la nariz estaba completamente quebrada y la sangre que salía de su brazo a chorros comenzaba a coagularse. La cara del torturador cambió repentinamente. Se miró obsesivamente con Ricardo. Sin pronunciar una palabra, el torturador tomó la 45 y disparo justo en medio de la frente del muchacho. Su cuerpo quedo rígido, con la cabeza hacia atrás. El humo de la pistola se disipo en segundos. El silencio dejo escucharse por primera vez en el cuarto. Ni el más mínimo movimiento del torturador o de Ricardo se pudo escuchar en esos escasos minutos.


Dos hombres con chamarra de cuero interrumpieron el silencio de aquel cuarto. Sacaron el cuerpo con todo y silla pues la tarea de desamarrar al muchacho duraría más de lo que esperaban. Ni siquiera vieron con el rabillo del ojo la cara del torturador, que fumaba otro cigarrillo y terminaba la botella de aguardiente. Les causaba terror ver los ojos de aquel hombre con dentadura amarillenta, con la camisa tan manchada de sangre que apenas podía distinguirse en él la corbata roja. Con los nudillos hechos trizas, ardorosos. Los orines causados por la desesperación podían olerse desde la entrada. Los dos personajes extra salieron con la silla. Pasaron apenas cinco minutos, cuando los hombres con chamarra de cuero metieron el cuerpo atado de otro muchacho de cabellera larga. Desmayado. El torturador puso su corbata en su lugar, se puso el saco y arregló su aspecto desfalleciente, cansado. Los hombres de chamarra le dieron a Ricardo la navaja que estaba clavada en el deltoides del muchacho anterior, la limpió y el sonido de su abrir y cerrar nuevamente se dejó escuchar en el cuarto. Los hombres salieron. Ricardo apagó la luz.

Ilustración de Huipone Dect.

El autor nació en Tehuacán en 1995 y estudiante de historia en FFyL BUAP. Ha publicado en Penumbria 21.


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