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Momentos

Últimamente nada en la vida tiene sentido. No desde que revisa las cartas escritas hace uno o dos años, cartas escritas en otra época, escritas por otras manos, leídas por otros ojos. Eran épocas mejores, se dice, ya nada tiene sentido, no hay que resignarse, como dice Sabines, dicen que no hay que resignarse. Claro que eran cartas escritas vía internet. Abre el buscador e intenta hallar algo interesante, pasados unos minutos concluye que tantos buscadores serán la censura aceptada del hombre. Como si la tecnología sirviera de regalo para almacenar absolutamente todo, cada palabra escrita y enviada, cada frase olvidada, cada fecha caduca, cada minuto y segundo. Esta condición mecánica, la recolección de caracteres (no ya de letras, de palabras o frases, sino de entradas en lenguaje binario, un lenguaje técnico que él no sabe utilizar, que de hecho, ninguno de los que escriben cartas vía web sabe utilizar. Que, de hecho, no es que no sepan utilizar, es que no quieren saber utilizar) ¿Le quita belleza a la carta? ¿Debió haber ampulado sus manos redactado tal y cual carta de, digamos, amor, desamor, cordialidad, compromiso de más de dos cuartillas? Se pregunta. No. A fin de cuentas, para eso es el progreso, para hacer fácil la vida del hombre, del hombre pero no del artista; del artista, quizá sí, pero nunca del hombre poeta. No, está ahí plasmada como un horizonte de sangre, como una mancha de vino. Y qué bueno saber qué dijo y no caer en esas tediosas lagunas mentales, en ese juego del teléfono descompuesto, en los malentendidos. Qué bueno que lleva un registro lamentable de absolutamente cada palabra que escribe, como si estuviese sentenciado, hora tras hora, día tras día, a poder ser releído u olvidado por todos, como un libro viejo que se cierra. Un libro viejo que está ahí, que puede ser abierto, leído, explotado, amado, besado, deseado.


Pero nadie quiere ese libro, ese libro es viejo y aburrido, debe permanecer cerrado. Luego se contradice: le da asco poder releer exactamente lo que escribió y lo que le fue escrito; la fecha y hora exacta, hasta el lugar, los detalles cursis, los insultos desbocados, las insinuaciones sexuales. Casi la expresión corporal plasmada en un objeto que arbitrariamente los usuarios denominan sticker. Se da cuenta que se equivocó. Se da cuenta 1que fue otro. Se da cuenta que ya no es el mismo. Se da cuenta que con quien habló, y con quien ellos hablaron, ya no existen. Se da cuenta cuantos lazos se han roto. Se da cuenta cuánto tiempo ha pasado. Se siente viejo. Se siente apachurrado como el líquido en la botella de la nausea de Sartre. Eran épocas mejores. Últimamente nada en la vida tiene sentido.Y sin embargo no se resigna, se pone el sombrero y sale a caminar. Pero sale a caminar no con unos pasos firmes, no ya con una intención de perseguir o ser perseguido (el romance ha quedado atrás). Sale a caminar por el simple hecho de que quiere caminar, por el simple hecho de que no tiene nada mejor qué hacer. Entonces se encuentra con las mismas casas y con las mismas personas, pero, al igual que las casas, ambos objetos (ya no personas, sino objetos) están pintadas de otro color. Es un color lánguido, un color repugnante digno de ser insultado sin piedad, digno de ser fornicado, de ser escupido en la cara y humillado, un color extravagante, un color que él no reconoce. Sin embargo, las personas se aferran a ese color numismático, a ese color terrible y asqueroso; Las personas que no son ni grises, ni negras, ni blancas ni rosas, parecen casi transparentes. Es un color carente de personalidad, carente de ser, de existir, y sin embargo, todas las personas que él recorre con sus ojos de gato enfermo, disfrutan su carencia de distinción. Disfrutan su pertenencia al conjunto, su homogeneidad, rasgo que ellos prefieren llamar igualdad. Recuerda los tiempos felices, los tiempos que volaron sobre las cúpulas, sobre uno o dos recuerdos. Recuerda que él tiene razones para huir. Huye

¿A dónde huye? Lógicamente, al lugar a donde todos los hombres pseudo-intelectuales actuales (¿rima?) huyen cuando la nostalgia los conmueve, cuando la nostalgia realmente los conmueve: un café. Ya estando ahí, bebe dos tragos de un expreso corto. Paga, la camarera le excita. Al darse la vuelta, él le mira lo muslos apretados por los jeans, la cintura resaltada por el mandil. La desea. Le llama la atención el tono sensual de su voz, su voz, inexplicablemente para él y lamentablemente para ella, le parece un afrodisíaco. En el año x, cuando él tenía x años, solía mantener una relación de sexo casual con una vieja amiga. Pero más que amistad, la relación era altamente –Por no decir exclusivamente- de carácter sexual. Nada había que no fueran tres o cuatro orgasmos por sesión. Nada los unía. Alguna vez intentó charlar con ella, alguna vez intentó ser amable, alguna vez intentó ser realmente su amigo. Pero ambos hablaban en dos planos diferentes, como si se les fuese a terminar el espacio entre los dos, como si tuviesen miedo, realmente nunca se conocieron. Ella desapareció cuando el año x finalizó. Él intentó reanimar los encuentros, por su parte, ella se negó. Evidentemente, el remplazo fue inminente, fue factor de y para ambos. Después de limpiarse el polvo de la cara, él continuó su vida, y más importante que eso, continuó su vida sexual. La camarera le deja una sextina de monedas y le sonríe de manera extravagante. En ese segundo en que ella articula la palabra gracias, él planea invitarla a salir. Se acobarda. Se marcha. Pero deja en la mesa la sextina de monedas para ser recordado o para no ser olvidado, para ser tomado en cuenta la siguiente vez. Pero no hay siguiente vez.


Ya estando en el recorrido donde sus pies parecen controlarlo a él y no a la inversa, busca un lugar dónde refugiarse. No sabe exactamente si debería huir o refugiarse. Pero en ese largo instante donde camina por la avenida principal, observa a personas tiradas sobre la acera. Se siente como parisino burgués en épocas de la peste negra. Aquellas manos que en esa época suplicaban agonizantes de hambre o de dolor, ahora le tienden la mano por una moneda. Tendría una si no las hubiese regalado en el café, piensa mientras sigue recorriendo con indiferencia. Pero aunque las tuviera, él jamás pondría una moneda en “esas” manos. Como cualquier persona promedio, es desconfiado. Leyó en un artículo publicado en alguna revista barata la gran mafia que representaban ese tipo de personas, una mafia que, utópicamente, generaba mucho dinero a los cabecillas. ¿Y por qué siguen pidiendo limosa? Llegó a preguntarse. Jamás llegó a contestarse, no había respuesta coherente más que la vaguedad y la pereza. Ciertamente, él no estaba del todo convencido de que ese artículo fuera verídico, pero no arriesgaría. En algún momento, quiso jugar al generoso y regaló dinero a un anciano mugriento con gorra, con un hedor terrible a orina viejos y secas, con la barba quebradiza y larga consecuencia de la mugre y el sudor. La sorpresa fue ver a aquel sujeto saliendo de un mini mercado con una botella de alcohol barato y dos cigarros. No pudo reprender su furia e insultó al pordiosero. Sigue caminando entre esas manos anhelantes con indiferencia. Más que indiferencia, parece alejarse de los miserables con una expresión de desdén, casi de asco. Camina por la avenida iluminada, son cerca de las siete. Camina y pasa al lado de una librería donde anuncian los best sellers del mes, que son casi como el pan caliente. En algún momento él tuvo una afición por la literatura, escribió cantidad determinada de libros y buscó quienes lo publicaran. Fracasó. Dejó esa ambición de lado y se dedicó a escribir poemas malos y cortos para ciertas personas y cuentos incompletos que llenaban gran parte de las hojas reciclables de su hogar y algunas revistas locales que lo publicaban más gracias a su insistencia que a su talento. Él sabe que dentro de dos o tres meses, esos libros serán olvidados (como sus cartas) y reemplazados (como su pareja sexual) por otros textos que se acoplen más a las necesidades sexuales, económicas, casi idealistas de cada lector. Y pasarán a la historia y jamás serán analizados, ni releídos ni extrañados. ¿Recordados? Quizá, pero sólo como un brevísimo momento de fanatismo o de falta de identidad. No saldrán jamás en una revista. No serán reseñados. No serán objeto de atención o de esa nostalgia que crece en el pecho y que algunos llaman extrañar. Pero como último recurso ¡él hubiera querido ser publicado para ganar fama y dinero!

En el transcurso de la vaguedad, que ha zigzagueado a lo largo de la ciudad como una putita asustada, cae en cuenta que está extraviado. Más que extraviado, está perdido. Y se encuentra perdido en el aspecto más extenso de la expresión; perdido en los pies y las manos, en los labios y la nuca, en la parte de su conciencia que le dicta nada por no saber qué hacer.

En medio de esa soledad que ya no le aprieta el pecho, sino cada parte de su cuerpo, está varado en una presión externa y un sentimiento de explosión interna, simultáneamente, se da cuenta que está estancado. Y que nada es, ni será, ni habrá que pueda cambiar esa situación. Recuerda entonces los momentos buenos, recuerda las cartas, el romance y el amor. Recuerda el beso conmovedor y el beso triste, muy triste, de un adiós de alguien que ni siquiera se despidió. Intenta mediar, comparar lo placentero con lo agrio, como para sacar una conclusión o meritar los actos agradables de su existir. Pero nada funciona ya; está seco. Intenta llorar pero la melancolía abarca tanto que parece tragarse sus lágrimas. Lo peor de ser amado, se dice, es estar obligado a amar. Entonces saca un cigarrillo, se tira al suelo y empieza a fumar.





El es de Puebla, nació en 1992. Es estudiante de Filosofía en BUAP.


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