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Asco

Te dejas caer a un lado. Antes de que el pene se te ablande del todo, te quitas el condón. Le haces un nudo en la parte de arriba. A tientas, lo depositas sobre el buró, junto al cenicero atiborrado de colillas y el despertador que indica el paso del tiempo con el clásico TIC TAC. Te sientas en el borde de la cama. Apoyas los pies descalzos en el suelo. Notas la frialdad de las duelas bajo tus plantas. En la crepuscular penumbra (enseguida te das cuenta de que la misteriosa iluminación del dormitorio se debe a la luz que llega de las farolas de la calle y se cuela por entre las cortinas de la ventana), distingues, aunque casi te da igual, que ese ropero rompe con el conjunto funcional arquitectónico, y podrías seguir con las tres sillas desvencijadas y tambaleantes que amenazan con hundirse al menor exceso de peso, y con ese escritorio viejo y polvoriento que ya no utiliza nadie. Afirmas, en suma, que habría que cambiar la mayoría de los muebles, las cortinas de la ventana, las duelas del suelo (madera basta, llena de grandes nudos), y extirpar de las paredes a esos cuadros tan oscuros que a duras penas se reconocen las personas en ellos representadas, escritores y héroes fallecidos tiempo atrás, que te observan pensativos, ceñudos, sublimes, perdidos ya en la eternidad. Pero terminas diciéndote que lo más acertado sería tener tu departamento, o mejor dicho, un departamento sólo para ti. Asimismo, distingues la ropa desparramada en el suelo: tu camisa, su blusa, tu pantalón, su falda, tus calzoncillos, sus bragas, tus calcetines, su sostén, tus zapatos, sus zapatos de tacón. Suspiras hasta el fondo del alma. Oprimes el interruptor de una minúscula lámpara cuya luz tenue sólo ilumina el condón usado, el sucio cenicero y el despertador, al tiempo que sume el resto del dormitorio en una oscuridad más profunda. Hurgas en el túmulo de colillas. No encuentras una de dimensiones aún aprovechables. Te miras el incircunciso pene semierecto, (un soldadito de plomo que se derrite), los testículos (como siempre, el izquierdo te cuelga un poco más que el derecho) y el vello pringado de lubricante vaginal fresco. Torciendo los labios, viras la cara hacia atrás. Por encima del hombro, ves que tu mamá sigue ahí, sobre la cama, en cueros, con las piernas abiertas de par en par, las rodillas levantadas, casi en posición ginecológica. Al punto, como si la tomaras por un fenómeno pasajero, indigno de ser observado, giras la cabeza hacia delante. Con un gesto de asco en estado puro, te levantas. Sí, claro, detestas su desnudez porque ya has dejado que millones de espermatozoides se mueran en una cárcel de látex. Siempre te sucede: tras la eyaculación te invade ese asco que no consigues evitar, que te obliga a buscar un cigarrillo de inmediato para estar lejos de esa mujer que insiste en continuar jugando al metesaca. Ni siquiera está buena, te dices. Aunque un par de horas antes te entusiasmabas con sus tetas enormes, esféricas, sólidas, con sus piernas largas y delgadas, con sus nalgas respingonas, con su cinturita. «¿Adónde vas, eh?». ¡Cállate!, piensas. Ya te molesta esa voz que en ocasiones adopta un tono infantil, como el de una niña mimada, o una ex actriz porno cuarentona y viuda que se niega mirar alrededor y prefiere refugiarse en el envoltorio indoloro y dulce de la infancia. Sabes que después de ese último «eh» te toca a ti actuar y actúas (es más fácil la convivencia diaria a partir de ciertas escenas bien aprendidas). Eso significa que la oyes, pero no la miras, porque ya vas camino al escritorio como el pájaro desplumado por la tormenta que acude por instinto a un bebedero. «¿Por qué no me contestas?». En el interior del cajón del escritorio no hay cigarrillos, pero es demasiado desagradable para creerlo. Estás en condiciones de elegir... Y eliges no creerlo. Las duelas del piso suenan como el llanto de una rata. Crujen espantosamente en medio del silencio sonoro, lleno de ecos, en donde reverbera el «ven aquí» acaramelado de tu mamá. No, ya no te acostarás, al menos hasta que ella se largue a otro cuarto con aspecto de no tener la intención de regresar. Estornudas. Te llevas las manos a la nariz. Allí están, suspendidos, sus más íntimos perfumes. ¿Cómo le dices que se debe ir? ¿Cómo le explicas que es asqueroso el olor inverosímilmente exquisito de su tersa piel? Puedes decirle: que mañana será lunes, que mañana tendrás que acudir a la oficina muy temprano, que necesitas dormir solo para poder conciliar el sueño. Lo de dormir siempre es un problema. Te das por satisfecho si consigues dormir tres horas cada veinticuatro. En fin, aborreces la presencia de tu mamá. No le quieres hablar, menos aún penetrarla otra vez. «Te estoy esperando». Abres con delicadeza de relojero el cajón del escritorio. Comienzas a sacar encendedores, ceniceros, libros, libritos, librotes, agendas, cuadernos, calendarios, lápices, bolígrafos, papeles, frascos, todos ellos herrumbrados, antiquísimos, auténticos. «Me gustas muchísimo». Tú no me gustas, piensas. Sin embargo, mañana, como hoy, como ayer, al acercarse las sombras de la noche, anhelarás su calor, no en un sentido abstracto, sino en uno bien práctico y tangible; desearás la calidez del cuerpo femenino, la ternura femenina, la lubricidad femenina, no necesariamente las de tu mamá pues el deseo carecerá de objeto o, para ser precisos, será impersonal; para ser aún más precisos, desearás a una mujer, pero no a una mujer concreta, y ese deseo o, más bien, ese tormento, te provocará una dolorosa erección con la que no sabrás qué hacer. Así, dando vueltas por el dormitorio con la tortuosa pinta de un mendigo de amor, lanzarás palabras lindas, resbalosas, insinuantes, cínicas, enmieladas, frescas, pecaminosas, callejeras, tiernas, grasientas, viejas, altisonantes, mordisqueadas, suplicantes, húmedas, perplejas, crudas. Todas destinadas a tu mamá (porque no habrá nadie más a la vista), quien, de repente, con unas ganas totales, con una intensidad desesperada, se despojará y te despojará de la ropa. Tras ensalivarte apasionadamente las encías y manosearte demencialmente las zonas donde sólo valen las sensaciones, sonriente, sabihonda, intensamente guarra, colocará un condón en larga de toda largueza sea la parte, y a los pocos segundos tendrá las piernas contra tu pecho y las manos aferradas a la sábana de la cama, gimiendo como la reina de las putas y mirándote con ojos acariciadores. Luego a ti te invadirá otra vez el asco, esa sensación post coitum que no puedes controlar, que te hace detestar a toda la raza humana. Y tú estás incluido. «¿Mi amor…?». No aguantas más. La angustia del fumador aferrado te carcome por dentro. Tranquilo, hombre, tranquilo. Mira lo que le pasó a tu padre, siempre sentado con un cigarrillo en la mano. Mira a tu esposa, mírales a todos. «Vaya. ¿Te quedaste mudo, mi amor?». No vuelvas a llamarme así, piensas. Tu mamá está ahora abriéndose la lampiña vulva con las dos manos. La ignoras. Lo único que deseas es que se vista y se largue a otro cuarto. «Te estoy esperando...». Haces un gesto negativo con la cabeza. Es la primera respuesta que le das. Te desagrada suponer que ya le obsequiaste un gesto. ¿Por qué no entiende que el asunto ya acabó?, te preguntas. De reojo, notas que se mete un fálico índice por el orificio de la mojada vulva, que se ve tan en carne viva, tan roja, tan fresca, tan mojada, tan suculenta, como una de las pocas cosas que Dios hizo bien. «Quiero que me cojas otra vez». Ya lo dijo, pero no te interesa. No vas a responder. Indagas una vez más en el cajón del escritorio. «Ven, cógeme...». Le miras, sin querer, el cabello que se le derrama sobre la almohada, las caderas que se le sacuden a medida que mueve el dedo hacia arriba y abajo dentro de la vagina. Con cansancio, un cansancio plúmbeo que pesa sobre tu cuerpo cuando ni siquiera ha empezado el día, tienes que aceptar lo evidente: ni una colilla aplastada hay en el interior del cajón del escritorio. Una cosa propicia otra y, sea por no fumar tabaco, sea por los caóticos hechos y pensamientos que todavía te rondan por la cabeza, y, básicamente, por el cansancio, percibes el tiempo como un único día, con sus mañanas y noches, claro está, pero aun así como un único día largo y monótono, sumido en todo momento en los colores grises del crepúsculo, como un día en que no cesas de trabajar en la oficina, alternando el aburrimiento, el engañoso alivio al llegar al departamento y la fugaz desconexión que te ofrecen los encantos de tu mamá (excitantes cuando tienes hambre, repugnantes cuando estás satisfecho), y que implica, en contrapartida, una sensación de asco. ¿Sabes que así va a transcurrir el resto de tu vida? No, no lo sabes, por supuesto; crees, más bien, que sólo vivirás así de forma provisional, hoy, mañana y quizá pasado, porque así no se puede vivir, pero ¿no vive uno como no debe vivir y descubre luego que ésa ha sido su vida, a pesar de todo? Cierras los ojos de golpe. Hasta pareces adormilarte por un momento, ya que te despierta la voz de tu mamá: «¡Ay, estoy tan cachonda…!». A punto de perder de nuevo la conciencia, pues tus sentidos extenuados, que te cosquillean necios, te piden una pausa, sueño, un sueño profundo, pesado, como si estuvieras borracho, cierras el cajón del escritorio y caminas hacia la ventana. Detrás de ti, se confunde el rechinido de la cama con los ayes de placentera agonía de tu mamá. Que se meta el despertador si le cabe, te dices mientras te asomas por entre las cortinas, como por el ojo de una cerradura. En la calle arden aún las farolas situadas a bastante distancia la una de la otra (lámparas de gas de llama verdosa sobre postes de hierro de diseño retorcido, iguales que las de tu infancia, más feliz que el presente), y en los edificios grises y desgastados del perímetro ya empiezan a apagarse, aquí y allá, las luces. Deduces que sigue abierta la tienda de la esquina para ir a comprar una cajetilla de cigarrillos. Pero ya es demasiado tarde.


El autor es fotógrafo y ha ganado premiaciones en diversos concursos de cuento.


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