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La noche del estreno

Su mayor error había sido querer trazar los límites del amor cuando aún eran tan jóvenes como para entender un sentimiento tan complejo. Claro, en esos días sus ideas estaban influenciadas por tantas historias que no eran la suyas. La vida siempre será más rápida que el pensamiento.


Ahora no importa mucho, pero en ese tiempo, sí fue determinante el modo en el cual se conocieron. No tenían nada qué hacer y había que llenar las horas muertas de clase con conversaciones al azar. Tantas personas para conocer en la universidad, iban y venían como fantasmas, espectros que se llenaban de vida a la primera conversación interesante. Se conocieron así, casi al azar y notaron en sus miradas una complicidad exenta de palabras, quizá ello explique la razón por la cual se besaron a la primera oportunidad, no necesitaban intercambiar ningún saludo para saber la dimensión de su deseo. Quizá era la edad en la cual los cuerpos parecen estar más despiertos que las mentes, quizá era el calor de sus pieles; aunque no era la primera vez, pero no de esa manera, eso es evidente. En anteriores encuentros el intercambio de nombres era casi necesario, pero ese día fue diferente, lo sabían muy bien. Prolongar la descripción de su primer encuentro sería hablar en vano, en secreto lo guardan en su memoria un poco opaca, un recuerdo bordeado de sombras en parte porque les siguieron encuentros mucho más memorables, en parte porque lo que vino después fue más revitalizador que cualquier polvo de una tarde en una pensión de estudiantes.


Se volvieron a encontrar, pese a que estudiaban en facultades distintas, eso lo supieron al día siguiente. Era improbable que se vieran pero aun así lo consiguieron, no necesitaron citarse. Era una señal, aunque buscaron por unos días cualquier pretexto para justificar sus encuentros fortuitos. Decidieron no citarse nunca, la suerte pondría todo a prueba, de todas maneras, se intercambiaron contactos.


Primero vino la devoción inusual por la música de Erik Satie, después la afición por Saramago, las largas conversaciones de estudiantes que guardan un modesto orgullo por haber leído la obra completa de Nietzsche, a continuación charlas sobre el pasado, sobre todo el pasado distante, la enumeración de los recuerdos infantiles, inventario de historias familiares; los padres divorciados, los amigos de la escuela, las series animadas y sinnúmero de referencias compartidas que alimentaban sus horas de insomnio.


Fue necesario alargar las charlas, pasaban horas en el celular o en la computadora cuando no estaban cerca, compartían opiniones sobre las películas que verían, planeaban salidas fuera de la ciudad en puentes festivos, comentaban los mínimos detalles acontecidos en los días siguientes. Pero también había una ligera frustración, aún no eran nada. Amistad es una palabra relativa, no había nada que asegurara que una relación mejoraría su futuro.


Guardaron también memoria de sus cuerpos, esos tipos de encuentros que fortalecían la idea de que sus miembros se necesitaban más de lo que ellos podían admitir con palabras. Una necesidad tosca que procedía de sus conciencias aún inmaduras y que impedía que se separaran pronto de sus habitaciones, no concebían una victoria así de fácil. No pensar en nada. Ahora no. Por ahora sólo escuchar al melancólico Philip Glass mientras las primeras lluvias de verano paseaban por las calles coloniales, acariciaban sus cabellos ligeramente húmedos, un poco enredados.


No eran fieles. Habitaban otros cuerpos como quien va de paso por una ciudad de la cual siempre será extranjero. Pero sólo en cuanto penetraban sus miradas comprendían demasiado bien que no podían pasar mucho tiempo sin estar en el exilio de sus pasiones.


La frase que rompió esa armonía se había pronunciado poco después de conocerse. “Me han aceptado para estudiar en Madrid”. De esa frase sí guardan memoria. Había demasiada resignación en sus justificaciones, en las largas explicaciones que en vano querían enmendar su separación. Faltaban varios meses, muchos más de los que se llevaban conociendo, pero en ese momento fueron demasiado cortos porque al final nunca hay tiempo suficiente para aceptar una despedida anticipada.


El último día irían a ver una obra de teatro pero los planes salieron mal, cada quien guardó su boleto, la obra se llevaría a cabo en el Teatro Principal un segundo viernes de agosto. El día de la obra las butacas fueron ocupadas por un matrimonio senil que quería ver más de cerca a los actores.


Era indiscutible que las conversaciones no serían igual por la diferencia de horarios. Esperarían que el otro admitiera la necesidad imperante de hablar, de gritar, pero nadie tenía las agallas para permitir una derrota tan patética. Un secreto orgullo germinó en sus palabras y cada quién se convenció con tenacidad que no se necesitaban, que la vida era demasiado corta como para necesitar de una sola persona.


Siguieron comentando sus vidas, lo vacías que les parecían, quizá en sus palabras habían un dejo de ironía lo cual convertía sus pláticas en meros reportes de clima, glosas que palidecían si se comparaban con las profundas conversaciones que sostuvieron apenas meses anteriores. De estas palabras no se guardó memoria.


La necesidad de sus pieles, la necesidad de sus bocas, la necesidad de sus silencios en las habitaciones apenas iluminadas por la luz del atardecer, la necesidad de sus ausencias en los fines de semana, la necesidad de sus pasos próximos a encontrarse, la necesidad de sus afanes, la necesidad del roce de sus sábanas, la necesidad de comunicarse en ese complejo idioma que no necesita palabras, la necesidad de sus vacíos, de sus vicios, del humo de los cigarrillos compartidos, de sus sombras, de su aire; de todo esto sí que guardan memoria porque en ese momento sintieron esa sed imperante que parecía una enfermedad crónica que poco a poco inundaba con sus síntomas cada rincón de sus mentes.


De haberse conocido antes habría sido distinto, de haberse conocido después no habrían querido conocerse. En esos días tan lánguidos quisieron reemplazar recuerdos, crear relaciones con otras personas, conocer otros destinos y sobre todo amar otras almas, lo intentaron hasta el último esfuerzo y casi lo lograron aunque con desigual éxito. Todo con el fin de sobrellevar la absurda carga de las horas.


Las palabras cesaron, fue un acuerdo taciturno, una capitulación que había llegado demasiado tarde como para tener un peso tangible en sus caminos. Al final fue una victoria pírrica que los había dejado exhaustos y peor aún, indiferentes al destino que una vez creyeron mutuo.


A esa noche siguieron otras, algunas más notables. Los días se cubrieron con la pátina inevitable de olvido, ya no había ningún lugar para la nostalgia. Volvió. Todo era distinto. Se hicieron nuevos viajes, no se volvieron a encontrar. Partía la vida hacia nuevos lares, la quietud de los días, las llegadas y las salidas, todo se consumía en un tranquilo fuego que sacrificaba ritualmente los minutos, que estrangulaba con suavidad la juventud de sus rostros. Pasaba el tiempo, pasaba el tiempo. Se encendían las habitaciones y se apagaban las luces del hogar, las estaciones mantenían su ancestral danza sin detenerse, vieron morir las hojas de los árboles en otoño en ciudades con nombres gemelos, bailaron con otros amantes hasta el amanecer que retornaba con su máscara fatal. Renunciaban de vez en cuando a su soledad domada, morían de insomnio en otros lechos, se pronunciaban mentiras y verdades ocasionales, todo esto tenía que pasar, no podía ser de otro modo. Todo pasó hasta la noche del estreno.


La obra se titulaba “Sonata para dos cuerpos”. Con el paso de los años había adquirido la costumbre férrea de ir al teatro, pero ese no era el motivo por el cual iría. Leyó el nombre de la persona que había dirigido y escrito la obra. No había ninguna duda. Tenían que volver a encontrarse, era un deber.


Las luces se apagaron y comenzó a sonar una música repetitiva, limpia como una copa de cristal. Era una obra extraña. Habían catorce actores pero sólo dos personajes en la historia, cada actor representaba una fracción de un ser que no podía delinearse, eran sombras, figuras que fluían como líquidos etéreos. Hablaban y parecían no decirse nada, se quedaban en silencio, estáticos en un escenario semivacío y por momento parecía que gritaban todo. Se repartían los ecos, los movimientos en una danza que tenía la forma de un fractal. El argumento era también ambiguo, pero después de un momento uno tenía una idea perfecta de lo que pasaba en escena, sabía el motivo y la razón de cada gesto, de cada movimiento coordinado con una simetría secreta, una frágil armonía impulsaba cada secuencia, no había nada de azar en lo que hacían los actores.


Entonces lo supo. Era su historia. Vislumbró un lenguaje subterráneo que codificaba con perfecta exactitud la naturaleza de toda la obra. Volvió a sentir sus manos, volvió a recordar los paseos por la ciudad de edificios y cúpulas antiguas en la que habían sido jóvenes, todo en dosis medidas, no había palabra que no trajera a su memoria un nuevo tipo de nostalgia. La intuición que transportó consigo esa marea de recuerdos estableció un paralelismo terrorífico, de repente sabía lo que sucedería en cada instante de la obra, las frases que serían dichas, los abrazos, los besos, cada paso, cada mirada cargada de amor y de odio incluso la longitud estricta de los silencios. Quiso abandonar la sala, pero el ansia de saber cómo terminaría obligó que su atención quedara petrificada hasta el final. Con mucho miedo quiso encontrar el propósito de todo esto, no sólo de la obra, sino de su vida. Hilvanar un motivo capaz de colocar en pie de igualdad lo que había vivido y lo que esperaba ser cuando era joven.


La obra terminó de repente, le pareció que había terminado a la mitad. Aunque no fue así. El público entero se levantó y aplaudió con unanimidad.


Esperó a que todos salieran pese a que ya era media noche. Hacía bastante frío en esa noche de invierno. Unas cuantas personas esperaban a que los actores firmaran sus programas. Todo pareció suceder más lento de lo que en ese momento percibió.


Llevaba un abrigo azul que le llegaba hasta las rodillas. Pese a los años que habían pasado aun conservaban una figura que podía ser denominada como esbelta. Su mirada distraída no notó el saludo. “Me gustó mucho la obra”. Una sonrisa tímida y desconcertada se asomó a su rostro. Le pasó el programa de la obra para que lo autografiara. “¿Nombre?” preguntó de forma lacónica. Lo pronunció apenas en un susurro. No era necesario. No quisieron demostrar sorpresa, incluso desviaron un poco la mirada en un gesto de estoicismo inútil. Se morían por dentro en ese momento. “Toma” le devolvió el programa doblado por la mitad. Alcanzó a agradecer con un poco de tristeza. Eran demasiado testarudos como para admitir que su mayor error había sido querer trazar los límites del amor cuando aún era tan jóvenes como para entender un sentimiento tan complejo y ahora… había pasado tanto tiempo


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El autor es de Tehuacán, nació en 1992 y es estudiante de Literatura y lenguas hispánicas FFyL BUAP. Ha publicado en Círculo de poesía, La cigarra No. 7, Cinco centros, Cuatro Patios, etc.

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